Ecos Ancestrales de la Ornamentación Navideña

Hace tiempo que el ser humano optó por cerrar los ojos y caminar desacertadamente, hundir sus pasos reafirmando un sendero vital que le lleva a eludir su vínculo innegable con la naturaleza.

Aún irrigados por la savia emocional de ese parentesco sustancial, la civilización humana conserva vestigios de esa necesidad de arraigo con el que un día constituyó su propio hogar, y trata de aproximar a su mundo actual huellas que emanan el anhelo de un recuerdo más salvaje.

En las fiestas navideñas nos permitimos revelar algunas de aquellas reliquias que, con el paso del tiempo, han conseguido -por medio de la tradición cultural o, de igual  modo, perpetuadas por su rentabilidad económica- enraizar en nuestras costumbres.

A la cálida atmósfera que se asienta en los hogares en estas fechas, se unen la compañía y vistosidad que aportan algunos elementos naturales. Desde la muy admirada Flor de Pascua -o ‘pascuero’, como se apoda en este rincón geográfico-, pasando por  los característicos abetos, el acebo o el muérdago. Todos ellos comparten el aprecio y el misticismo que despiertan durante estos estimados días del año, así como una gama cromática en la que el rojo y el verde se fusionan y marcan tendencia sobre el conjunto ornamental navideño. No obstante, en ocasiones desconocemos qué circunstancia los instauró como rito en el pasado y los vinculó a nuestras costumbres actuales.

Es posible que uno de los orígenes más intrincados lo ostente la renombrada Flor de Pascua (Euphorbia pulcherrima), la planta navideña por excelencia. Ampliamente distribuida y enlazada a la tradición navideña en numerosas regiones del mundo, cuenta con una designación diversa. Esta ancestral planta endémica de México, donde es cultivada desde los tiempos del imperio azteca, era ya conocida por los indígenas como ‘cuetlaxóchitl’, quienes la empleaban para la elaboración de pigmentos, vestimentas o remedios curativos e, incluso, como ofrenda para honrar a Tonantzin, la diosa de la Tierra.

Con el paso del tiempo, la devoción a la figura de la diosa azteca se transfiguró a la de la propia Virgen María, en cualquiera de sus advocaciones, materializándose en el destacable culto que se profesa a la Virgen de Guadalupe en el país mexicano, a la que se entregaba esta hermosa planta como ofrenda religiosa. Su relación con la Navidad, no obstante, fue simultánea o posterior a esta connotación devota, posiblemente ligada a su florecimiento en los últimos meses del año.

Sin embargo, su popularidad más allá de las fronteras mexicanas se materializó hace poco más de 200 años, por medio de la figura de Joel Roberts Poinsett, el primer diplomático estadounidense que visitó México una vez había el país alcanzado su independencia, en 1821. Poinsett, aficionado botánico, quedó maravillado por la llamativa belleza de esta planta, que adornaba en Nochebuena las calles de la minera ciudad de Taxco. Es por ello que se llevó de vuelta a su país algunos ejemplares, donde comenzó a comercializarse bastante después, en 1929, en una exposición de Filadelfia. Debido al escaso atractivo de su nombre científico, la planta comenzó a ser conocida como ‘poinsettia’, en honor al apellido del visionario diplomático.

Actualmente, existen en torno a 300 variedades distintas, alcanzando una producción próxima a los 500 millones de plantas en la temporada del otoño-invierno boreal.

Respecto a su apariencia, la Flor de Pascua nos confunde. La región de color rojo -la más llamativa de la planta-, al contrario de lo que podríamos pensar, no se corresponde con los pétalos de la popular flor, sino que se trata de brácteas, hojas cuya función principal no es realizar la fotosíntesis, sino proteger a la flor -o inflorescencia-, que en el caso del género Euphorbia se conoce con el nombre de ciato. El ciato es una inflorescencia muy especial, pues consiste en un pseudanto, es decir, una estructura que muestra la apariencia de una única flor, pero que en realidad consiste en la agrupación de varias flores.

Parece que ya conocemos un poco más sobre la planta más colorida y regalada en Navidad. Sigamos descubriendo algunos vínculos curiosos entre ciertos elementos naturales y la época de Pascua.

Si el origen del ‘pascuero’ ha podido resultarnos intrincado, debemos remontarnos aún más en el tiempo para ahondar y desvelar la tradición de culto a los árboles. Fueron los celtas, quienes, imbuidos en sus costumbres y ritos paganos, comenzaron a decoran robles con velas y frutas durante los solsticios de invierno. El árbol ya era considerado un símbolo de fertilidad y regeneración y, mediante la ornamentación que le proveían, trataban de reanimar al árbol, asegurando con ello el regreso del sol y el florecimiento de la vegetación en los sucesivos meses.

Con la llegada del cristianismo y la imposición de nuevos rituales religiosos, ante la imposibilidad de erradicar ciertas liturgias muy arraigadas en la población, se optó por transformarlas. Fue así como, según cuenta la leyenda, un misionero, llamado Bonifacio, llegó a la región de Hesse, en Alemania, en el siglo VIII. Allí existía un venerado roble, consagrado a Thor, el Dios del trueno y la fuerza según la mitología nórdica y germánica. El imponente árbol era ejemplarmente venerado y, cada año, durante el solsticio de invierno, se le ofrecía un sacrificio.

Bonifacio, en su misión evangelizadora, taló el portentoso roble ante la incrédula mirada de los lugareños. Tras leer el Evangelio, les ofreció un abeto (Abies alba), un árbol de paz según la creencia cristiana, al que se asocia con la vida eterna, por su carácter perennifolio, lo cual mantiene sus hojas siempre verdes, y su copa cónica, que señala imperecederamente al cielo.

A partir de entonces, se comenzaron a talar abetos en la época de Navidad y a integrarlos en los hogares durante estas fechas. En torno al 1500, en Tallín (Estonia) y Riga (Letonia), los comerciantes locales instalaron abetos en sendas plazas del mercado, los adornaron con rosas, bailaron a su alrededor y, finalmente, les prendieron fuego, lo que da origen a la decoración e iluminación que los caracteriza a día de hoy.

Actualmente, aunque la tala viene siendo sustituida progresivamente por los abetos artificiales o, mejor aún, por su adquisición en viveros, continúan cometiéndose absolutas barbaries, fomentadas incluso por instituciones públicas. No nos resulta lejano el caso del Ayuntamiento de Madrid que, para este mismo año, ha mandado talar un abeto de 18 metros de altura para instalarlo en la Plaza de España. El abeto, aunque procedente de vivero, carecía de cepellón, por lo que en ningún caso podrá ser trasplantado de nuevo en medio natural.

Adentrándonos un poco en las prácticas absolutamente improcedentes, viene a colación el caso del acebo (Ilex aquifolium), arbusto icónico de la decoración navideña que, en estado salvaje, puede alcanzar porte arbóreo y vivir hasta medio siglo. La tala indiscriminada para el empleo de su madera y con motivos ornamentales en Navidad, llevaron a la desaparición de gran parte de los acebales en nuestro país. Su lenta reproducción imposibilita, además, una regeneración exitosa a corto plazo. Es por ello que este arbusto o árbol perennifolio fue una de las primeras especies en blindarse mediante un régimen de protección, a través de una orden emitida en 1984 por el Ministerio de Agricultura, dado que su regresión ponía en grave peligro su función ecológica.

El acebo desempeña una tarea ecológica inestimable en zonas de alta montaña en regiones del centro y norte peninsular, donde sus bayas constituyen un alimento esencial para aves y herbívoros, así como de refugio invernal para distintas especies silvestres cuando sus ejemplares consiguen alcanzar buen porte y establecerse como una formación boscosa. Un Real Decreto lanzado por el Gobierno español en 1990 dejó a la especie fuera del Catálogo Nacional de Especies Amenazadas, por lo que sólo goza de la protección que algunas comunidades autónomas han tenido a bien otorgarle. Desde el campo de la biología se cuestiona firmemente esta vulnerabilidad a que se expone al acebo, reiterando la necesidad de reconocer su importancia y escasez en los ecosistemas de montaña y garantizar su protección.

Tras la reseña ecologista y volviendo al hilo principal de este texto, el acebo ya comenzó a ser venerado por los romanos, quienes los regalaban como símbolo de buen augurio en etapas festivas en honor al dios de la agricultura, Ceres. Asimismo, los celtas elaboraban coronas con las ramas de este arbusto, con el fin de protegerse de los espíritus malignos. Durante el cristianismo, nuevamente, se dio una transmutación de costumbres, trasladándose estas creencias a fiestas de carácter religioso, identificándose sus bayas rojas con la sangre de Cristo, y sus puntiagudas hojas con la corona de espinas. Desde entonces, la planta se asocia con ciertos ciclos litúrgicos, otorgándosele en Navidad una connotación de renovación general. Es por ello que suele utilizarse estos días como símbolo decorativo en muchos hogares.

El muérdago (Viscum album) -al que la homonimia confunde designándolo también como acebo en algunas regiones-, por su parte, no goza de tan alta popularidad en estas latitudes como icono ornamental. No obstante, la filmografía anglosajona de temática navideña le ha otorgado, desde hace años, un reconocimiento que le ha permitido traspasar fronteras culturales. Así como el acebo, los druidas de la tradición celta -pertenecientes a la clase sacerdotal en Irlanda- ya le atribuían funciones curativas y fantásticas a esta planta, que se mantenía siempre verde y no llegaba a tocar el suelo. Y es que el muérdago es una planta hemiparásita que, aunque realiza su función clorofílica durante todo el año, sintetiza sus alimentos orgánicos tomando el agua y las sales minerales del huésped al que parasita, llegando incluso a causarle la muerte, especialmente en períodos de sequía prolongada o debido a que posibilita la progresión de otros agentes patógenos, como consecuencia del debilitamiento que ocasiona en el ejemplar.

Bien encaminados andaban los antiguos celtas en el uso del muérdago como remedio universal. Actualmente, la viscotoxina del muérdago, que resulta tóxica en altas concentraciones, es empleada, entre otros fines, en medicina complementaria u oncología integrativa para combatir los efectos secundarios de la quimio y radioterapia, pues beneficia al paciente devolviéndole el apetito, regulando el sueño, tonificando el metabolismo, estimulando el sistema inmunitario o equilibrando la temperatura corporal.

La eminente paz que parece otorgar esta desapercibida planta, la hacía acreedora de propiedades místicas, por lo que, bajo su amparo se podían celebrar matrimonios o declarar la tregua de una batalla, iniciándose de este modo la leyenda del ‘beso bajo el muérdago’, según la cual, aquellas parejas que iniciasen su relación con un beso bajo el muérdago gozarían de una próspera vida de amor conyugal. Esta creencia se extendió geográficamente, llegando a ser considerada como una condición esencial a la hora de formalizar una petición de matrimonio. Para garantizar el éxito del procedimiento, una vez cortado, el muérdago no debe tocar nunca el suelo, de ahí que se mantenga colgado en muchos hogares durante todo el año, otorgando además un carácter protector sobre la vivienda y quienes la habitan.

La cultura humana es compleja y extensa. En ocasiones, olvidamos el umbral de nuestras tradiciones, repitiendo mecánicamente un hábito sin indagar y adquirir consciencia sobre el origen y la base fundamental de costumbres profundamente arraigadas. A su vez, dejamos de recordar el nexo axiomático que nos vincula con la naturaleza, lo cual asienta peligrosamente la ignorancia en nuestra conciencia ecológica, tan requerida y necesaria para afrontar nuestro futuro como especie en este planeta.

Esperamos que este repaso por el aspecto más silvestre de la Navidad haya sembrado memoria y reflexión en vuestras percepciones.

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